sábado, 18 de agosto de 2007

Entender no significa dejar de sufrir...

Amadeo Porti tenía siete años cuando entró a la cocina de su madre con una cajita que él mismo había envuelto en papel de regalo. Doña Lucrecia estaba cortando pollo y maldiciendo su suerte. Un momento antes se había quemado la mano con una olla, era esa misma mano la que a duras penas sostenía ahora el cuchillo. Milagrosamente, Amadeo no se amilanó por el semblante serio de su madre. Avanzó hacia ella despacio, como quien teme despertar a la fiera, y tocó su falda con la punta de su dedito.

-- ¿Qué quieres?

Amadeo dudó en responder, y en la pausa su madre aprovechó para recoger un plato de verduras picadas. Ya fuera porque su mano estaba herida, o porque sus dedos tenían aceite, el piso recibió aquel plato con un estruendo.

-- ¡Mierda!

Amadeo pensó en retirarse para regresar en mejor momento, pero su madre vio en él un buen camino para canalizar su frustración.

-- ¡¿Qué quieres?!-- exclamó irritada.

Amadeo sólo atinó a estirar sus manitas y presentarle una cajita envuelta en colores. Su madre la miró con curiosidad y la fiera fue domada por un momento. Los pedazos de papel de regalo fueron cayendo al suelo junto a los restos del plato roto, y los ojitos de Amadeo brillaban cada vez más. Cuando la cajita estuvo desnuda, el niño sintió repicar su pecho. ¡Su madre estaría orgullosa de él!

Por fin la cajita fue abierta y la sorpresa dada. El interior estaba vacío y doña Lucrecia rugió ante la sorpresa de su hijo.

-- ¡¿Quién mierda te has creído?! ¡¿Quién eres tú para hacerme perder el tiempo así?!

Amadeo balbuceó una explicación , pero nada concreto salió de su boca.

Corrió asustado, antes de que le cayera el zarpazo que ya se alzaba. En su huida se topó con las faldas de su hermana Ana y humedeció amargamente su tela.

-- ¿Qué pasa, Amadeo?

Su carita se estrechó más contra sus piernas.

-- ¿Qué travesura has hecho? ¿Qué te ha hecho mamá?

El niño alzó la carita y trató de que las palabras vencieran el llanto, pero no pudo. Decidió quedarse callado y que las lágrimas siguieran hablando en su lugar. Ana se arrodilló para estar a su altura, y el frío de la piedra en sus rodillas no aminoró el calor que tenía para su hermano. Besó la sal de sus mejillas y, acariciando sus cabellos, la voz melodiosa canturreó y fue como si mil mariposas rozaran la piel del chiquillo, piccolino, piccolino, io ti voglio bene piccolino.

Protegido en un capullo, tu pequeño padre se dejó calmar y guardó para sí el secreto de su cajita vacía, las horas que planeó la sorpresa, las capas de goma pedada a sus dedos, la respuesta prevista para la dulce pregunta que su madre nunca hizo:

-- Es mi amor, mamita. Te estoy regalando mi amor.

(La Risa de tu Madre - Fragmento, p.90-92.)

domingo, 12 de agosto de 2007

Oh! Melancolía...


Hoy viene a mi la damisela soledad con pamela, impertinentes y botón de amapola en el oleaje de sus vuelos. Hoy la voluble señorita es amistad y acaricia finalmente el corazón con su más delgado pétalo de hielo.

Por eso hoy, gentilmente, te convido a pasear por el patio, hasta el florido pabellón de aquel árbol que plantaron los abuelos. Hoy el ensueño es como el musgo en el brocal, dibujando los abismos de un amor melancólico, sutil, pálido cielo.

Viene a mí, avanza. Viene tan despacio. Viene en una danza leve en el espacio. Cedo, me hago lacio y ya vuelo, ave. Se mece la nave, lenta como el tul, en la brisa suave niña del azul.

Oh melancolía, novia silenciosa, íntima pareja del ayer. Oh melancolía, amante dichosa, siempre me arrebata tu placer. Oh melancolía, señora del tiempo, beso que retorna como el mar. Oh melancolía, rosa del aliento, dime quién me puede amar.

(Silvio Rodríguez - Oh Melancolía)