martes, 8 de mayo de 2007

Parada en Antofagasta (un episodio enigmático)

Patty y yo llegamos a Antofagasta, una de las tantas paradas que hicimos en nuestra travesía al encuentro de Max y Benji, dos chilenos que habíamos conocido en viajes anteriores. El bus de Arica a Antofagasta había sido agotador, un viaje largo sin mayores contratiempos, pero que como dije, nos había dejado agotadas.

Lo primero, buscar comida. Entramos al supermercado más cercano en búsqueda de provisiones: yogurt, manzanas y pan fue el menú elegido. Lo segundo, encontrar un lugar cómodo para almorzar: una banca en el parque de al frente de la tienda nos sirvió de refugio.

El cielo era azul, la brisa refrescaba nuestros rostros. Había algo místico en el aire y es que esa sensación de “posibilidad” que una nueva aventura genera llenaba el ambiente. Aseguramos las mochilas a la banca, pues no queríamos darnos con la sorpresa de que faltara algo cuando termináramos de comer.

Un mordisco a una de las manzanas devolvió el sentido del gusto a mi boca, que había quedado adormecida por la travesía. Estaba apunto de dar el segundo cuando alguien dijo: “las estrellas te sonríen”, un par de ancianas que se sentaron con nosotras. Su extraña seguridad resultó cómoda e iniciamos la conversación.

Irma, la mayor de las dos mujeres pidió que le enseñara mi mano. Quería leer mi fortuna y como en realidad yo no creo en esas cosas no tuve problema en seguirle la corriente, pero sin mayor interés. “Mmm… ohhh…” murmuró mientras examinaba mi palma. “Augurio grandes cosas para ti, Mónica”. Me sorprendió que supiera mi nombre sin habérselo mencionado, pero –escéptica como soy- pensé “lo habrá escuchando mientras conversaba con Patty”.

“¿Cuánto dinero traes?”, preguntó la segunda anciana. Lo cual generó que yo retire mi mano y Patty recoja sus cosas. “No te importa”, dijo ella, indignada. En ese momento, la expresión cálida en el rostro de las ancianas cambió. Se pararon y empezaron a lanzar amenzas contra nosotras, hechando chorros de agua de la botella que una de ellas cargaba. Como si nosotras fuésemos un par de vampiros a los que había que ahuyentar con agua bedita.

Patty y yo, asustadas y algo confundidas, empezamos a llamar a gritos a la policía. “Policía, policía!!!”. Ambas mujeres se desvanecieron entre la gente que caminaba por el parque como por arte de magia. Pronto llegó un oficial, cuya reacción ante nuestro agitado relato fue: “Ahh… no les hagan caso, ellas son Irma y Nora, un par de gitanas locas que buscan sacar ganancia engañando a turistas”. Se dio vuelta y se fue.

Así nada más, ante la indiferencia de las autoridades y de la gente a nuestro alrededor, no nos quedó otra que levantar nuestras cosas y marcharnos. Decidimos no darle mayor importancia al asunto que los lugareños. Sin embargo, el mal sabor de boca que nos dejó esta experiencia duró hasta nuestra llegada a Santiago.

Bueno, vuelta a la página. Ya visitaríamos a un chamán para librarnos de las maldiciones a nuestro regreso a Perú.

Fin.

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